¿Qué es la cultura? Hace algunos años, mientras conducía por Guadalupe de Cartago, tuve que detenerme: un grupo de niños desfilaba por la calle montados en palos con cabeza de caballo. En su recorrido, imitaban los movimientos de los animales reales; algunos retrocedían con torpeza, otros daban pasos elegantes, y no faltaba quien fingiera tirar con fuerza de las riendas cuando su "caballo" parecía descontrolarse. Sin embargo, varios de ellos me llamaron particularmente la atención por el mismo motivo: su uso obsesivo de la fusta. Los niños blandían aquel mecate improvisado para golpear sin descanso al inerte y sumiso caballo de palo, para someterlo.
Era el "tope de caballitos de palo", una recreación infantil celebrada por padres orgullosos de ver a sus hijos estimular su imaginación o proyectar sus conductas adultas en los infantes. Detrás de la ternura aparente, no obstante, se cultivaba algo más: una sutil pedagogía de la insensibilidad, una iniciación lúdica al dominio y al castigo. Eran solo niños, pero sometidos a la dictadura moral de sus progenitores, que los preparaba culturalmente para la indiferencia moral ante el maltrato animal.
La cultura es un conjunto dinámico de prácticas sociales, ideas y símbolos aprendidos que se transmite de generación en generación. Posee una doble funcionalidad: es a la vez productora y producto de las acciones colectivas y se impone sobre la naturaleza humana. Desde la antropología, existen dos grandes enfoques para abordarla: la visión materialista se centra en el comportamiento observable y los objetos usados para la adaptación, mientras que la visión mentalista la concibe como la abstracción de reglas y normas implícitas que rigen dichos comportamientos.
El antropólogo Clifford Geertz (1926-2006) planteaba que el análisis de la cultura es semiótico: una interpretación que busca significaciones. Él consideraba que la cultura es pública, al igual que la capacidad de otorgarle significado. Por esta razón, y a pesar de que contiene ideas, no existe en la cabeza de nadie. Esta naturaleza se revela en la conducta humana, que es simbólica. En consecuencia, Geertz afirmaba que la cultura se presenta como una fuerza invisible que moldea al ser humano.
Pero no podemos limitarnos a la simple interpretación semiótica de significados de la cultura. Si asumimos ciertas prácticas culturales como un acto semiótico descriptivo, corremos el riesgo de banalizar el sufrimiento animal y perder la posibilidad de generar cambios en las prácticas culturales negativas.
Daño físico y psicológico de los caballos en los topes
Existen prácticas culturales que normalizan rituales que promueven el sufrimiento animal. Adoptar dicha postura provoca que banalicemos el sufrimiento real e innecesario de estos seres para satisfacer egos humanos de dominio racional y comercial. Dado que los animales carecen de la capacidad de autodefensa, tenemos la obligación ética de examinar el significado que le otorgamos a la diversión cultural que los utiliza y que silencia un maltrato objetivo.
Algunas investigaciones científicas demuestran que los caballos sufren tanto daño físico como psicológico, producto de condiciones antinaturales, coercitivas y socialmente normalizadas por parte del ser humano. Estos estudios revelan que el esfuerzo físico extremo y prolongado en eventos masivos somete a los equinos a una carga severa, generando daños fisiológicos objetivos que incluyen el colapso homeostático y la deshidratación crítica.
En eventos como el Tope Nacional de Costa Rica, los caballos experimentan una pérdida de peso corporal significativa en 24 horas, atribuida a la deshidratación crítica producto del ejercicio intenso y la sudoración activa. Durante estos eventos, los caballos mantienen un paso activo y vigoroso a lo largo del recorrido. Esta condición no solo deteriora la condición corporal, sino que pone en peligro la vida del animal.
A nivel interno, el aumento del cortisol salival refleja la activación del eje Hipotálamo-Hipófisis-Adrenal (HHA), un mecanismo de emergencia. El cortisol, al actuar como una hormona catabólica, evidencia que el cuerpo está en un estado de intensa perturbación metabólica para obtener energía. Además, los recorridos sobre superficies duras generan impacto osteoarticular repetido, fatiga muscular y microlesiones en tendones y cascos, efectos compatibles con una sobrecarga motora y maltrato físico directo.
En cuanto a las afectaciones psicológicas, los estudios confirman que tanto la doma como la participación en eventos implican una carga estresante significativa que activa el eje HHA, aunque la naturaleza y duración del estrés varían. El estrés se clasifica como agudo y transitorio en los eventos (evidenciado por el pico de cortisol salival), o sostenido durante la doma inicial, donde las concentraciones de Metabolitos Cortisol Fecal (MCF) alcanzan su máximo en el primer año bajo la silla.
Esta tensión se manifiesta en el comportamiento a través de indicadores conductuales y faciales: los equinos exhiben la arruga ocular fuerte (un biomarcador de estrés en el rostro equino) y un alto índice de malestar, como la masticación del bocado y las orejas pegadas hacia atrás. Estos signos confirman que el malestar es una reacción directa a la exposición a estresores ambientales y físicos propios del evento, como las aglomeraciones, la música y el transporte. Es importante señalar que, si bien existe una alta variabilidad interindividual en las concentraciones de cortisol, lo que sugiere diferencias en el mecanismo de afrontamiento, la intensidad de estos estímulos antinaturales y la fatiga progresiva incrementan el malestar psicológico y físico general de manera ineludible.
Una cultura sin crueldad animal
Vivimos inmersos en un paradigma social donde la subjetividad se ha vuelto criterio de verdad. Si como sociedad exigimos el reconocimiento de nuestros propios derechos y subjetividades, debemos reconocer que dicha subjetividad no se construye desde el individualismo egoísta. En este sentido, es necesario que pongamos en práctica un principio de equivalencia moral: si exigimos que otros reconozcan nuestra subjetividad, estamos obligados a reconocer la de ellos.
Los animales tienen una subjetividad que, aunque no puedan expresar con nuestro lenguaje, se relaciona con el deseo fundamental de todo ser viviente: vivir libre de miedo, dolor, angustia, tristeza, maltrato y abuso. La ausencia de un mismo lenguaje no anula su comunicación o su experiencia subjetiva. Lamentablemente, soportan el sufrimiento hasta que la capacidad de resistencia física llega al límite del dolor. Por este motivo, la sumisión que percibimos en ellos no es una expresión de bienestar, sino de resignación.
Ante el dominio humano, los animales han aprendido a ser indefensos. La aparente tranquilidad de algunos caballos entrenados no significa que experimenten felicidad cuando son forzados a caminar de forma antinatural. Esto se denomina supresión conductual o indefensión aprendida: el animal deja de reaccionar ante estímulos violentos que le causan dolor porque ha perdido la expectativa de control. Simplemente se entrega a su destino al no poder luchar contra el agresor que lo somete, castiga y doma. Esto es maltrato psicológico acumulativo.
Rechazo el determinismo semiótico que otorga significados meramente descriptivos a prácticas culturales que implican sufrimiento animal. Un análisis descriptivo reduce la explicación al funcionamiento cultural y descuida el significado social del maltrato como práctica normalizada. Dado que la cultura es un acto voluntario, conlleva una responsabilidad por sus resultados. Al ejercer una práctica cultural, existe la obligación ética de reflexionar sobre la acción misma.
Hay dos tipos de participantes en todo acto cultural: el espectador y el protagonista. El espectador aprende a percibir una práctica como algo intrínsecamente bueno, asumiéndola como parte de su identidad social. De igual modo, el protagonista vive y practica la cultura, buscando activamente transmitirla.
En una cultura de la crueldad animal, tanto el espectador como el protagonista desempeñan un papel central. El espectador es cómplice del protagonista, que es el ejecutor directo de la crueldad. Esta complicidad es amplia e incluye las corridas de toros, los topes, la lagarteada, el desfile de boyeros, las peleas de gallo, la pesca deportiva, entre otros. Particularmente aborrecible resulta la declaración del boyeo y la carreta en Costa Rica como Patrimonio Cultural Inmaterial por la UNESCO en 2005, pues equivale a declarar patrimonio cultural el uso y abuso de animales indefensos.
Desde luego, para muchos, se trata solo de animales: cosas no sintientes que sirven para el alimento, la explotación laboral, cultural, científica o incluso sexual. Toda actividad humana que emplea animales se normaliza socialmente y elimina por completo la capacidad de establecer una equivalencia moral con el sufrimiento humano. Participar de una práctica cultural no nos da licencia moral para silenciar la crueldad: presenciar una pelea de gallos o arrojar al animal a un duelo sangriento son formas de participar en una cultura del dolor.
El protagonista tiene intereses inmediatos en mantener el uso de animales en estas prácticas, principalmente económicos. Sin embargo, como espectadores, tenemos un gran poder para generar cambios, pues la cultura no es una fuerza que arrastra la voluntad individual, sino una práctica que se puede y se debe reorientar. Tenemos el deber de neutralizar el significado cultural que legitima el sufrimiento animal, lo cual implica abandonar el simple análisis semiótico descriptivo para diseñar modelos de análisis ético que cuestionen la ideología comercial de explotar a los animales como objetos de cultura humana.
Es necesario redefinir el concepto de cultura que permite utilizar animales y someterlos a sufrimiento por interés comercial. No podemos seguir alimentando los intereses de quienes se aprovechan de una práctica cultural para someter a seres indefensos. Los protagonistas y promotores de esta explotación no reconocen a los animales como sujetos de libertad, sino como objetos de consumo desechables.
Los líderes políticos que permiten o patrocinan estas actividades culturales son cómplices directos del maltrato animal. En términos locales, la responsabilidad absoluta recae en los alcaldes y alcaldesas que otorgan permisos. También los diputados que ostentan los escaños son responsables por su incapacidad de ver más allá del egoísmo antropocentrista. Los ejecutores son numerosos e implican la participación de algunas entidades que se benefician directamente de la explotación animal.
Este siglo podría caracterizarse por el reconocimiento ético de los animales. Para lograrlo, es necesario crear una cultura ética que reconozca el valor inherente de cada ser vivo. Es hora de frenar las prácticas culturales basadas en la explotación. El dolor físico y psicológico que experimentamos los humanos es compartido por el resto de los animales. Su sufrimiento ya no puede ser ignorado. Como espectadores, tenemos la libertad de renunciar a estas prácticas culturales y el poder ético de cambiar el destino de los animales: sin audiencia, no hay espectáculo.
Fuentes consultadas
- Arias Esquivel, A. M., Villalobos-Villalobos, L. A., Wickens, C. L., & Camacho, E. (2022). Welfare assessment of horses ridden in the Costa Rica National Horse Parade. Archivos Latinoamericanos de Producción Animal, 30(4), 311–319.
- Geertz, C. (2003). La interpretación de las culturas. Gedisa Editorial.
- Krieber, J., Nowak, A. C., Geissberger, J., Illichmann, O., Macho-Maschler, S., Palme, R., & Dengler, F. (2025). Fecal Cortisol Metabolites Indicate Increased Stress Levels in Horses During Breaking-In: A Pilot Study. Animals, 15(12), 1693.
- Melgarejo, M. (2017). Antropología cultural. Ediciones del Aula Taller.
- Olvera-Maneu, S., Carbajal, A., Serres-Corral, P., & López-Béjar, M. (2023). Cortisol Variations to Estimate the Physiological Stress Response in Horses at a Traditional Equestrian Event. Animals, 13(3), 396.
